Originalmente llamado Silver Factory - por tener las paredes recubiertas de papel de estaño, espejos rotos y pintura plateada, en una síntesi entre la decadencia y el proto-glam de los sesenta -, La Factory fue un estudio de arte fundado por Andy Warhol (1928-1987) en Nueva York, el 1963.
De la misma manera que las grandes empresas capitalistas iniciaban el boom de los productos de consumo, Andy Warhol se rodeó de sus Superstars - según Warhol, todo el mundo tendría sus quince minutos de fama, y a la promoción de estas efímeras glorias destinaba todos sus recursos, especialmente los económicos - para la elaboración sin tregua de sus serigrafías, películas y, sobretodo, para nutrirlo de ese imprescindible ambiente eróticofestivo que convirtió la Factory en una leyenda.
“No se llamaba The Factory gratuitamente, allí era donde se producían en cadena las serigrafías de Warhol. Mientras alguien estaba haciendo una serigrafía, otra persona estaba rodando una película. Cada día ocurría algo nuevo.” (John Cale, 2002).
Esta cuadrilla warholiana estaba compuesta de estrellas porno, drogadictos, drag-queens, músicos, actores y librepensadores – celebridades como Truman Capote, Salvador Dalí, Lou Reed, Bob Dylan o Mick Jagger tuvieron su sitio en la Factory de Warhol –; que se relacionaban entre sí en escandalosas fiestas, bañadas de una actitud que transgredía las estrictas normas sociales. La desnudez, el sexo explícito, las drogas, las relaciones homosexuales y los personajes transgénero aparecían en la mayoría de las películas rodadas en la Silver Factory, el ambiente permisivo de la cual permitía la constante proclamación del amor libre – en una época en que las costumbres sexuales estaban abriéndose – con la celebración de bodas entre drag-queens, espectáculos porno – que a menudo eran filmados e incorporadas a las películas y orgías bajo el influjo de las drogas.
La Factory, pues, fue un espacio permisivo con clara intencionalidad comercial, un refugio chic para un vanguardismo de dandis y celebridades en drogas y vaqueros, una vitrina en un loft de Nueva York donde un excéntrico Warhol expuso su enorme afición por el coleccionismo de personas. Y precisamente gracias a estos muñecos de la postmodernidad, Warhol se convirtió en el sacerdote de una obra global a medio camino entre el arte y la industria, un venerado tótem instigador de las mayores extravagancias.
Este caótico taller neoyorquino tuvo una actividad artística desenfrenada, se realizaron proyectos de todo tipo: se impulsó la actividad musical de grupos de rock como la Velvet Underground, se filmaron más de quinientas películas y fue el escenario de la colaboración entre muchos pintores. La actividad principal, pero, fue la elaboración de cientos de serigrafías fotográficas, a través de las cuales Warhol descubría al mundo el resplandor glamuroso de las representaciones gráficas más controvertidas – actrices de cine, zapatos, cantantes, armas, políticos, conflictos sociales, accidentes de tráfico, productos de consumo, bombas atómicas, etc. –. Con una técnica propia de la publicidad y el consumo de masas, todo era reflejable como obra de arte, todo podía ser atractivo. Descontextualizaba el motivo, anulando el carácter de la imagen, descargándola de su significación inmediata y convirtiéndola en estereotipo anónimo.
La Factory, en su sí, resultó un engaño que empezó con el simple deseo de fama de un bizarro abanderado de la vanguardia en el que el verdadero arte era una mera excusa, pero que acabó convirtiéndose en una auténtica revolución cultural con indiscutibles efectos sobre la concepción y la història del arte hasta nuestros días.